Los días que pasan rápido
“El sábado vamos a pescar”. ¿Quién no recuerda esa promesa de papá que penetraba el alma? Esas 5 palabras me hacían creer y crecer: creer en que el viejo no me fallaría y me ayudaría a pasar un día bárbaro; crecer, porque esos lugares y ese deporte eran “para los grandes”. La vida me enseñó después que, luego de querer ser grandes, elegimos volver a ser chicos, pues de otra manera no se entiende cómo podemos continuar embarrándonos, transpirando, tiritando, ensuciándonos y gastando plata por engañar a un animalito.
“Arriba”: la voz de papá suena mejor que cuando me llama para el cole. No le quiero decir, pero hace un montón que estoy despierto. En la semana lo ayudé a preparar las cañas, los reeles y la caja de pesca llena de tanza, anzuelos, boyas, plomadas… Cuando papi me dijo: “esta la guardamos para vos” y me dio una línea, sentí que tenía todo lo que quería.
El agua para lavarme la cara no me resulta fría aunque dice la tele que hace 5 grados. El café con leche no lo puedo terminar. No me pasa nada. Solo tengo ganas de estar ya al lado del agua. En plena noche salimos y, de golpe, el campo: oscuridad, misterio, solo luces en el camino y papá que me da unas galletitas, las más ricas que como en mucho tiempo. Las manos de papá tienen eso: hacen rico lo más o menos, y más o menos lo feo.
Ruta de tierra. Un pequeño canal. Me quiero bajar. Cuando papá estaciona el auto, salto y me resbalo entre los pastos todos mojados y fríos. No me reta. Me mira. Con eso alcanza. Cierto que era un deporte de grandes. Papá arma todo. Me enseña a encarnar (¿cuándo se harán lombrices rugosas que no se escapen?) y a lanzar. Tira mi caña y luego la suya. Sé que le cuesta mucho darme la prioridad a mí y no a sus deseos de pescar, tan grandes como los míos.
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