En los campeonatos de Primera C de 1981 a 1984 me foguearon duro para ver cuánto resistía. Era una técnica que aplicaban todos los medios grandes con los cronistas jóvenes. Y Rivadavia no era grande: era monstruosa. Como decía mi jefe, Zavatarelli: “estornudas en los estudios y se resfría el país”.
El plan consistía en desgastarte con partidos bien lejos de tu casa y canchas incómodas, de barrios remotos y o muchas dificultades técnicas. Así cubrí muchísimas veces San Miguel (Los Polvorines) y Tristán Suárez (ambas con una cabina y un teléfono), pero Claypole (había que caminar ocho cuadras a la Comisaría; era más corto por la vía del tren pero no me animaba a cruzar el puente de un arroyo), Dock Sud (tenía la Comisaría enfrente pero siempre había algunos baleados o algo por el estilo) y, sobre todo, mi tortura más grave: Muñiz.
La cancha quedaba en la ruta que iba de José C. Paz a Juan Vucetich. Solo alambrado. Sol, lluvia, frío o calor: a bancarse. Lo peor era que había dos opciones telefónicas. Vucetich, quedaba a 10 minutos de colectivo, si venía, pero tenía un aparato de magneto (libraba la comunicación girando una manija). Si llovía sonabas y desde ahí te quedaba lejos el Plan B, que lo convertí en A.
Me tomaba el colectivo para el otro lado y, en 20 minutos desde el estadio llegabas a la estación José C. Paz. Enfrente EnTel, un “locutorio”.
Pasaba el primer gol del partido, el que había motivado el viaje. Recibían en la radio los asistentes. En la placita frente a la estación me quedaba aguardando el pitido, el auspicio comercial y la voz de Roberto Rinaldi dando al aire mi gol sin nombrarme.
Recién unos 20 minutos después del fin del cotejo, mi papá, fiel compañero, volvía de la cancha y me pasaba resultado final y autores de los goles. Otra vez repetía mi operación de comunicador. Me sentía todo un periodista. Pero quería aire.
Foto: credencial de San Miguel para Radio Rivadavia en 1982