Desde chico me apasionó el idioma castellano. Leía. No literatura de calidad. Mala mía. Leía muchas revistas y diarios. A los 4/5 años, mis padres me enviaban a una maestra particular y yo ya escribía pequeñas composiciones de diez o doce renglones. Guardo algunas de ellas. En la secundaria, la profesora Paula Severi me ayudó a amar el idioma de Cervantes. Nos hacía leer obras de teatro. Si bien, no podíamos evitar reírnos al interpretar, sentados en el banco, alguno de los papeles, el valorar cada palabra impactó fuertemente en mí. En «La Molinera de Arcos» yo debía decir: «Zúñiga, vuelve a ser Zúñiga». Y la risa nos ganaba a todos. Pero aprendí el valor, la fuerza, que tiene una palabra esdrújula. No es lo mismo miércoles que jueves, pero sábado tiene mucho de énfasis común.
Muchos años después, en 1989, empecé a trabajar en editorial Kairós. Mi tarea inicial era pasar a digital un comentario al libro bíblico de Jeremías. Aproximadamente unas mil hojas escritas a máquina. Mi jefa, Catalina Feser de Padilla, era implacable en detectar cada error, del autor, del traductor (porque el original estaba en inglés) o mío al tipear. Por eso, estimulé mi don de cuidar lo que escribía. Era la primera vez que accedía a una computadora.
Entonces, viendo mis avances, me ofrecieron corregir libros y la revista Misión, además de folletos y otros escritos. Pocos meses después, la editorial me pagó una parte de mis estudios en Corrección Literaria, que solo los ofrecía la Universidad de Belgrano. Fue muy lindo volver a las aulas. Fue muy lindo encontrarme con mi amigo Eliseo Angelucci, gran jugador de Scrabel y hacedor de crucigramas para La Nación y Joker. Habilísimo para las palabras, jugábamos siempre en el camino a adivinanzas y disfrutes de la construcción de las voces castellanas.
Desde entonces y hasta la actualidad sigo trabajando como corrector literario. Tuve el gusto de corregir para editoriales como Salvat y Perfil. además de zócalos para programas de televisión en Canal 7, por ejemplo. Mis notas las ofrezco siempre corregidas también. La tarea de corrector es maravillosa por lo altruista: trata de que lo que otro escribió se vea mejor, llegue mejor, cumpla su objetivo. Incluyo en mis trabajos la corrección de gramática, sintaxis, morfología, pero sobre todo, lo más difícil, la claridad y el estilo, sin que se pierda el sello de su autor. Esto último es todo un arte. Mucho más sencillo cuando se trata de un artículo. Muy complejo cuando se trata de un libro de varios capítulos.
Y corrijo todo tipo de material: desde sesudos ensayos históricos hasta etiquetas de productos o calendarios, donde «solo» hay que revisar que estén bien los días y las fechas. He corregido durante varios años revistas enteras, como Aire y Sol (1998-2001), Aire Libre (2001, 2005-2007), Puerto Pesca (2005-2010). En esos casos, había que respetar muchos estilos diferentes y, casi todos, productos de los mejores en sus materias, pero no de periodistas con formación académica. Algunos daba gusto leerlos y había que retocar muy poco: Marcelo Morales, Federico Kirbus, Walter Togneri… Con otros, la estrategia era sostener alguna charla, generalmente por teléfono, para aclarar las dudas que me suscitaban frases incompletas, giros idiomáticos, párrafos que no terminaban una idea, etc. Esto es un ejercicio muy enriquecedor para ambas partes.
Lamentablemente, hoy día los grandes medios han echado a muchos correctores en búsqueda de reducir gastos. Diarios que antes eran usados como ejemplos en las escuelas ya no gozan de la misma pulcra redacción. Se les pide a los periodistas o redactores que corrijan sus propios trabajos sabiendo que no son precisamente técnicos en la material y que, además, es muy difícil que uno se corrija a sí mismo, sobre todo, si se trabaja contra reloj.
En otras notas les voy a contar algunas de las muchas situaciones graciosas, derivadas de la riqueza del idioma más lindo del mundo.