¿Cómo me dejé robar solo? En mi primer trabajo (17 años, recién salido de la secundaria) hacía todo lo que se pueden imaginar para una pequeña agencia de publicidad: desde tipear los avisos en unas hojas pequeñas y apaisadas, que llevaba a Radio Rivadavia para que los encarpetasen para las audiciones que habían comprado los clientes; o llevar un sobre de dinero a esa radio o Splendid para dar en mano a Horacio Etcheverry, el vasco locutor que habían elegido para algún anunciante; hasta tareas exclusivas para mi jefe principal, Dante Zavatarelli, como recorrer medio Buenos Aires llevando regalos para fin de año a dirigentes y jugadores (por caso, a Devoto a casa de Brailovsky, quien luego jugó para las selecciones de tres países).
Los clientes fuertes de la agencia DAZ eran dos: Taquini, una financiera, y Orue, casa de artículos para el hogar que pocos recuerdan, pero estaba en Florida y Corrientes. Un jueves voy al Banco Ciudad a retirar los pagos porque precisábamos mucho efectivo. Llego a la oficina, pero estoy apurado: tengo que ir a ver fútbol, mi pasión por entonces. Ya avisé que a las 16 me voy.
Dejo la plata sobre mi escritorio. Al otro día, la contaré y la guardaré en la caja fuerte. Hay tiempo. El fútbol me llama. Total, mañana soy el primero en entrar. Si vienen, Dante y sus socios llegarán más tarde.
Son las 10 del fatídico “al otro día”. Miro. No hay nada sobre la mesa. Abro mi cajón sin llave. Nada. La puerta de entrada estaba cerrada. Uy, la ventana. Todo bien. Solo había papeles tirados en el piso, alguna silla movida de lugar.
En una me siento. ¿Qué hago, por Dios? Apenas 18 años tengo. El debate en la cabeza empieza por: ¿llamo o no llamo a Dante o sus socios, Julio Gonzalo Pertierra y Carlos Alberto? No existe internet y el celular es el carro de la policía. Pero, ¿qué les digo? ¿Finjo el supuesto asalto? Soy más bueno que Lassie con gripe. Jamás estuve ni estaré en una comisaria como que no sea para denunciar que estoy haciendo una nota en Goya, a 800 kms de Buenos Aires, y, por eso, no voto.
Soy el culpable, por negligencia. Pago. ¿La cuenta? Unos diez sueldos míos. No puedo pagar. ¿Con qué vivo? Mis viejos no tienen plata. Recorro por décima vez toda la pequeña oficina: pasillo, estar, sala, baño, cocinita. No hay nada peor que perder algo en espacios chicos, porque te creés más estúpido de lo que sos.
¿Habrá sido la señora que limpia? No, si no tiene llave. Apretado por el dolor, llamo a Dante. Antes de contarle algo, con la garganta anudada, me dice: “estoy apurado, Néstor, saliendo al Centro. A la tarde hablamos. Chau”. Me pongo peor. El jefe no retiró el dinero. De lo contrario habría sido el primer tema y con reto fuerte incluido por mi irresponsabilidad de dejar la plata sobre el escritorio.
Con los otros dos tengo menos confianza. Pero hay que dar la cara. Carlos Alberto no atiende. Pertierra, antes de mi confesión, me cuenta que a la tarde iba a pasar porque hacía varios días que no andaba por ahí. Me siento en el piso. Tampoco se lo llevó Julio. No almuerzo, no tomo, no hablo. Hago números y preparo mi firma para que me expulsen hasta de trabajar en la radio, que es lo que más amo.
Carlos Alberto al fin me contesta. Mi esperanza. Se lo llevó para hacer algún pago. “Hoy no voy. Mañana paso para llevarme plata. Chau”. Y me sonó a despedida.
A las 18 cierro, como siempre, y me voy. Son mis últimos pasos. Se acaba mi historia de periodista. Un acto arruina mi vida para siempre. Diez minutos antes llegan Dante y Julio. Agacho la cabeza. Espero sentencia.
“Pasamos esta mañana. Vimos el dinero sin guardar. Nos lo llevamos y revoleamos algunas cosas como si hubieran entrado ladrones. Para la próxima ya sabés cuál es tu responsabilidad”, dijo la voz grave y nunca gritona de Dante. Hoy, 2023, guardo las monedas de un peso en una caja con llave.
Foto: uno de mis recibos de sueldo de la agencia con la dirección de Pertierra en Parque Chacabuco